La Anunciación, majestuosa simplicidad

Fuente: FSSPX Actualidad

“El ángel Gabriel fue enviado por Dios a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, a una virgen desposada con un varón llamado José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María.”

Leamos y releamos este texto, incansablemente. Es una obra maestra.

Estas líneas incomparables son sublimes en su majestad y en su desarmante simplicidad.

Majestad y sencillez: ¿cómo fue posible unir hasta tal punto, y sobre todo con tanta oportunidad, dos cualidades aparentemente tan irreconciliables?

Cuando la liturgia describe el misterio de la Encarnación redentora, exclama: Dios restauró la paz a los hombres reconciliando en sí mismo los extremos; uniendo en sí mismo las realidades más bajas con las más altas: en latín, "ima summis".

Así, lo que el Verbo de Dios logró en la obra maestra de la Encarnación, uniendo hipostáticamente la pobreza de su naturaleza humana y la sublimidad de su naturaleza divina, nos lo dice en el Evangelio con un contraste que subraya admirablemente, y con elocuente exactitud, el contraste de la obra maestra misma.

El Arcángel es enviado como embajador, nombrado por el Altísimo para llevar el mensaje más solemne que se pueda concebir, a la mujer elegida y bendecida entre todos, a esa cumbre deslumbrante de la santidad, futura madre de Dios y reina del universo... Pero luego se dirige a una pobre aldea de Galilea, a ese Nazaret despreciado por su oscuridad, donde vive una simple virgen, comprometida con el pobre carpintero de la ciudad.

Esta Virgen se nos presenta de la manera más simple y ordinaria: su nombre era María... Y sin embargo su belleza deleita a Dios, que puso en ella las más maravillosas perfecciones, y la hizo un tesoro de gracia y virtud...

Su nombre se nos da sólo al final: una larga procesión de detalles lo precede, como si sólo lo adivináramos desde lejos, avanzando hacia él sólo muy gradualmente, y como si nos impresionara la distancia que nos separa de él. Después de haberse cruzado con San José, finalmente la descubrimos poco a poco, todo iluminado por la ascendencia real de su futuro marido. En compañía del noble arcángel, uno se siente muy intimidado de ser presentado a una persona tan augusta...

Pero ahora, lejos de parecer inaccesible, se nos ofrece en el silencio de una humilde oración, oculta a los ojos de los hombres, sin darse cuenta de su esplendor. En el saludo del Ángel, lleno de respeto y veneración, pero también de amor y confianza, se confunde de repente, confundida por este saludo que no entiende. Parece tan simple y gentil en su actitud que uno casi llega a olvidar su suprema dignidad.

Luego, con palabras de espléndida delicadeza, se escucha la solemne Anunciación: la de la venida de un hijo, hijo de la Virgen e Hijo de Dios, Hijo del Altísimo, que será grande, que heredará el trono de David, su padre, y que reinará para siempre: y su reinado no tendrá fin...

Luego el eco de la Virgen, en un susurro de adoración, revela las primicias del amor materno: "He aquí la esclava del Señor; Fiat”.

Su modestia nos seduce tanto más cuanto que el anuncio fue más grandioso...

Después del autor sagrado, Fra Angélico supo representar, con una gracia encantadora, los sorprendentes contrastes de esta escena.

Depende de nosotros imitarlos. ¿Qué quiere decir imitarlos? Simplemente recitando nuestro Rosario, rezando estas Avemarías que desgranamos una detrás de otra. Acerquémonos a la Virgen con respeto y veneración, así como con facilidad y amor.

Y así honremos a su majestad con nuestra humildad; su simplicidad con nuestra confianza.